[Fuente:http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/03/13/catalunya/1426275647_125764.html]
Gemma Galdon Clavell
Mientras a los adultos se nos pide que sacrifiquemos privacidad a cambio de libertad, los estudiantes pierden una y otra
Hace solo unos días, el Consell Escolar de Catalunya publicaba un
documento alentando al uso de los móviles en las aulas. La publicación
de este informe coincidiendo con el Mobile World Congress apostaba,
acertadamente, por relacionar los debates educativos con la actualidad
tecnológica. Sin embargo, este debate parece llegarnos cuando la
comunidad educativa global se encuentra ya a años luz del enfoque que
plantea el Consell. Abrimos un debate que ya ha caducado.
La relación entre la tecnología y los procesos de aprendizaje ha
tomado desde hace tiempo caminos mucho más innovadores a la par que
preocupantes, en los que los retos del Big Data, la EdTech,
las tecnologías inteligentes y la vigilancia se enfrentan al desafío de
lidiar con menores y respetar el derecho de los niños y niñas a
desarrollar su autonomía sin ser sometidos a la vigilancia constante de
sus actividades ni exponerse a la explotación privada de sus datos
académicos y personales.
En Estados Unidos el debate es tan intenso que ha derivado ya en
propuestas legislativas. En enero Obama anunció la Ley de Privacidad
Digital para los Estudiantes, y recientemente empresas como Google,
Apple, Microsoft y las grandes proveedoras de tecnologías vinculadas al
aprendizaje firmaron el Compromiso con la Privacidad de los Estudiantes
para abordar específicamente estos temas. En realidad la preocupación
por cómo se recogen y gestionan los datos de los y las alumnas estalló
hace casi un año, cuando una de las historias empresariales de éxito de
la era de los datos, la start-up InBloom, quebró entre acusaciones de vulnerar la privacidad de alumnado y escuelas.
InBloom se había creado unos pocos años antes para proporcionar a los
centros educativos un espacio en la nube para almacenar todos los datos
resultantes de la vinculación entre el alumnado y su escuela. Un
Dropbox masivo para escuelas que fue adoptado por distritos enteros
hasta que algunos padres y madres empezaron a preguntar sobre la
seguridad y la privacidad de esos datos. ¿Podían acabar los expedientes
académicos en manos de terceras empresas y determinar el futuro de sus
hijos? ¿Cómo se protegían datos personales sensibles, como las
dificultades de aprendizaje o acontecimientos familiares relevantes?
¿Preveía InBloom almacenar los datos eternamente? ¿Qué decisiones sobre
las criaturas se estaban tomando en base a los datos generados por el
comportamiento online, sin hablar con el alumnado ni tener en cuenta las diferencias con los entornos online y offline?
Es evidente que en nombre de la autonomía, la
alfabetización digital y la innovación, hemos convertido a los jóvenes
en ciudadanos hípercontrolados
El caso InBloom reveló el interés comercial por esta cantidad ingente
de datos personales, así como la ubicuidad de las tecnologías en el
aula: desde videovigilancia a controles biométricos de la huella digital
al entrar en clase, pasando por el control por tecnología NFC a los
niños y niñas que se desplazan solos, y las plataformas de aprendizaje y
evaluación online que registran cómo aprende cada estudiante:
cuándo accede a la plataforma, qué teclea mientras está en ella, qué
documentos abre y durante cuánto tiempo, qué webs visita durante y
después, y cómo afecta el aprendizaje al comportamiento online de los menores. Un Gran Hermano específico para estudiantes.
En muchos países es ya evidente que en nombre de la autonomía, la
alfabetización digital y la innovación, hemos convertido a los jóvenes
en ciudadanos hípercontrolados a los que jamás se les pide el
consentimiento ni se les pregunta si son conscientes de las
consecuencias sobre su privacidad de las decisiones tecnológicas de (las
instituciones de) los mayores. Mientras a los adultos se nos pide que
sacrifiquemos privacidad a cambio de libertad, los estudiantes pierden
tanto lo uno como lo otro. Recogemos sus datos desde que se levantan
hasta que se acuestan, les hacemos participar involuntariamente en
experimentos de análisis de pautas de aprendizaje sin que ni adultos ni
supervisores puedan dar cuenta de cómo se recogen y gestionan los datos,
ni a qué usos se destinan cuando acaban en manos de terceros. Y cuando
los estudios nos dicen que la consciencia de esta vigilancia hace a los
jóvenes más desconfiados hacia las instituciones, miramos para otro
lado.
Avanzamos sonámbulos hacia un futuro tecnológico al que no
interrogamos nunca sobre sus efectos negativos. Cuando el mundo pide
soluciones de EdTech innovadoras, responsables, auditables, que respeten
la privacidad y la autonomía de los y las estudiantes, nosotros
seguimos fascinados por las maquinitas y nos conformamos con un debate
sobre el uso del móvil en el aula que parece tan antiguo como
desenfocado.
Potenciar el uso de la tecnología en el aula debería pasar también
por desarrollar y potenciar aquellas soluciones que respetan la
privacidad y los derechos del alumnado al que dicen servir. Podríamos,
por una vez, aspirar a aportar esas soluciones al mundo. Podríamos, por
qué no, dejar de conformarnos con reproducir debates antiguos y apostar
por ser protagonistas de los desarrollos tecnológicos que permitirán
maximizar el potencial de las nuevas tecnologías sin ningunear la
privacidad de los usuarios
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