viernes, 4 de abril de 2014

Género y políticas de identidad: Permanencia y cambio

(Comentario en torno a La dominación masculina de Pierre Bordieu y La tercera mujer de Gilles Lipovetsky)

Publicado por Encarna Lorenzo en [http://esprituycuerpo.blogspot.ca/2011/07/genero-y-politicas-de-identidad.html]


Desde la segunda mitad del siglo XX se aceleró, de manera significativa, el ritmo de transformación de la condición femenina en el mundo occidental, entre otros múltiples factores debido al acceso a la educación superior, la incorporación masiva al mercado de trabajo y el incremento de la presencia de la mujer en la esfera pública.

Se trata de un proceso de cambio extraordinariamente complejo por la acción de fuerzas económicas, sociales, políticas y culturales mutuamente interconectadas. Así sucede con los cambios sociales (contracepción, divorcio, reducción de la tasa de nupcialidad) que han motivado la ruptura del modelo tradicional de familia, lugar privilegiado de reproducción de los esquemas patriarcales (subordinación jerárquica de la mujer al varón y su papel reducido a labores domésticas); la formación y educación de la mujer, que permite el desempeño de trabajos cada vez más cualificados, y la tarea crítica del movimiento feminista en la denuncia de los clichés ideológicos que la habían esclavizado, en la sociedad burguesa, al trabajo en el ámbito del hogar y al rol meramente reproductivo; un mercado en constante expansión, que crea nuevas imágenes de productos y servicios y provoca, con ello, la necesidad de incrementar la capacidad económica de la unidad familiar mediante el trabajo remunerado de la mujer, hasta entonces confinada al papel de ángel tutelar de la casa, para satisfacer los apetitos de consumo generados …

En cualquier caso, los analistas coinciden en señalar que los innegables avances registrados en el lugar de la mujer en la sociedad ocultan su permanencia en posiciones de avance solo relativas, como demuestra su infrarrepresentación en el desempeño de tareas científicas o técnicas o al frente de puestos de autoridad (poder político o financiero), reservados al varón, ubicándose mayoritariamente, en cambio, en actividades que se consideran adecuadas al ser femenino culturalmente definido: educación, sanidad, otros servicios…, concebidas como prolongación natural de los trabajos tradicionales del hogar y que resultan compatibles con las exigencias de la maternidad. Para Bordieu, la tasa de feminización de una profesión es índice de medida de su valor social, de manera que la mujer solo ocupa nichos laborales devaluados socialmente, que ya no encuentra apetecibles el varón o que, por el hecho de estar siendo atendidos por mujeres, pierden por ello su prestigio preexistente.

Por tanto, existe un largo camino por andar en la igualación de los roles de género. Frente a la eternización de la división sexual que se produce cuando se la entiende encarnada en esencias inmutables, se trataría de re-historizar la división de género, introduciéndola en la dinámica del cambio social, esto es, entenderla como un elemento construido culturalmente y no dado por la realidad, siendo por ello susceptible de reforma. Tal reto parece particularmente perentorio de abordar en las sociedades en que la discriminación sexista es la norma secularmente arraigada.

Bourdieu revela cómo la mujer es víctima de una violencia simbólica tanto más peligrosa cuanto que resulta imperceptible, pues se articula en una cosmovisión creada culturalmente pero que reviste la apariencia de ser conforme, por completo, con la naturaleza real de las cosas. Dicha concepción del mundo jerarquiza sus elementos aplicando un principio androcéntrico, que otorga prioridad a todos los valores que, en la lógica de las oposiciones binarias, se asocian arbitrariamente al polo masculino.

Sin embargo, la mera toma de conciencia de tal sojuzgamiento simbólico no produce una liberación automática respecto del mismo. Por el contrario, persiste una fuerte resistencia en la conciencia y acción, porque el programa de percepción del mundo bajo aquellas relaciones de poder, para el hombre y la mujer, se halla incorporado a su ser por medio de hábitos persistentes, adquiridos durante la socialización en la familia, la escuela, por la Iglesia o el Estado.

Para Lipovetsky, la cuestión más enigmática, a la hora de entender la identidad femenina en las actuales sociedades igualitarias, es la relativa continuidad de los roles tradicionales (papel todavía central en el hogar, predominio del elemento sentimental frente al racional o la elevada valoración de la estética en el mundo de valores femeninos). Los atributos atribuidos a la mujer durante tantos siglos y ahora reconfigurados en la sociedad posmoderna, coexisten con tradiciones que, para el autor, no responden meramente a inercias históricas, como arcaísmos resistentes, ni al impacto de un determinismo biológico en el orden social y psíquico, sino que se acomodan a la nueva autonomía individual de la mujer, como vectores de su identidad de género y poder.

Por su parte, Bordieu pone adecuadamente el acento en que no solo la mujer es sujeto pasivo de férreas estructuras simbólicas. También el hombre es prisionero y víctima de las representaciones dominantes, que le obligan a una confirmación constante de los estereotipos propios de la virilidad.

El avance cultural basado en la puesta en práctica de estos modelos de género en transformación, con nuevos patrones de conducta, permitirá a largo plazo un cambio social significativo, que no es susceptible de producirse sin más con la acción performativa de medidas políticas, como las cuotas de paridad propugnadas por el feminismo de la igualdad, cuya discutible eficacia critican por igual Bordieu y Lipovetsky. Ello sucede por la extraordinaria autonomía relativa de las estructuras sexuales frente a las económico-políticas (Bordieu), cuya evolución no corre pareja. Por ello, las modificaciones en una de esas esferas mediante reformas políticas puede dejar inalterada la situación en la otra durante, todavía, muy largos períodos.

En cualquier caso, tras la lectura de las obras de Bordieu y Lipovetski queda en el aire un aroma a utopía y fin de la historia. Con un esquema de interpretación típico del marxismo, Bordieu señala que, a la larga y al amparo de las contradicciones inherentes a los diferentes mecanismos institucionales implicados, la acción crítica podrá contribuir a la extinción progresiva de la dominación masculina.

Por su parte, la “tercera mujer” de Lipovetsky (superación dialéctica de la “mujer depreciada”, como ser inferior y peligroso para el orden social durante la antigüedad y el medievo, y la “mujer exaltada”, con la burguesía, solo en su condición de esposa y madre) se muestra para tal autor como un proyecto todavía indeterminado, con un destino imprevisible en su autocreación aunque, frente a su visión optimista, puede dudarse si la tan anhelada autonomía femenina no acabará sucumbiendo, como los ejemplos históricos previos, a un modelo heteronormativo (pensemos en la agresividad publicitaria del mercado y en la docilidad femenina a las imágenes impuestas por el mismo).

La última etapa en la dinámica igualitaria moderna sería, para Lipovetsky, la feminización del poder.
El feminismo de la diferencia ha dado origen a un nuevo mito, la mujer como sujeto revolucionario, depositario de las esperanzas de salvación de la humanidad merced a su reserva de valores elevados: sensibilidad, intuición, preocupación por el prójimo… Lipovetsky, sin embargo, prefiere la idea de una unidad del género humano pero descartando esa temida utopía de una sociedad hiperracional, en la que la diferencia de sexos sería solo anatómica.

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